¡Qué sencillo sería todo si cada acción se debiera a un solo motivo! Si todo efecto tuviera una causa –como nos engañaron nuestros profesores de Física en la juventud– la vida sería mucho más simple, más comprensible, más previsible.
¿Más aburrida? Seguramente. Pero ¿para qué mortificarse con el tedio de una vida marcada por una unívoca relación causa-efecto si una vida así es imposible? Y así como el agua no siempre hierve a 100 grados de temperatura o un coche que frena sobre una superficie perfectamente plana y helada finalmente se detiene, mi decisión de marcharme es el resultado de fuerzas complejas y hasta antagónicas.
Leí a un científico que de la cosmología pasó a la física cuántica que escribió algo interesante. Sobre la conciencia humana y el libre albedrío, y partiendo de nuestra constitución atómica y de nuestro delirante subuniverso cuántico, dijo algo en broma: ”la conducta de mis partículas es mi propia conducta”.
No le puedo responder esto a mi hija. Pero debo explicarle que no hay un solo “porque”, hay varios. Y explicarle también que el más insignificante y extraño, como una partícula cuántica, puede ser decisivo aunque difícil de entender.
